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21
Nov

Leyenda del Chajá – Versión I

Archived in the category: Relatos y leyendas cordobeses
Posted by: Dayana Barrionuevo - 2 Comments

Nos narra Félix Coluccio en su imperdible “Diccionario Folklórico Argentino” que el chajá habita en zonas de lagunas y ríos,  y si bien es un ave con habilidad para volar muy alto como las demás rapaces, vive como animal domesticado. Es un ave monógama y lo único que lo separa de su pareja es la muerte, por ello se las ha llamado aves del amor, aves inseparables.

Esta leyenda tiene influencia religiosa, y nos cuenta que dos jovencitas estaban lavando la ropa en un río cuando llegaron Jesús y San Pedro, quienes habiéndoles pedido agua para beber, las muchachas le alcanzaron agua con jabón y por eso fueron maldecidas, y al querer irse, en lugar de decir yajá (vamos, en guaraní), dijeron chajá y salieron volando convertidas en pájaro.

Desde entonces sus carnes no sirven para comerse pues es pura espuma, y como se dice comúnmente: pura espuma como el chajá.chaja

Nos cuenta Coluccio que en el Chaco hay una versión parecida:

Dos mujeres lavaban su ropa cuando se acercó una anciana para pedir agua, éstas le acercaron agua sucia y con jabón y se dijeron la una a la otra: yajá. La viejita, que era la Virgen María, al darse cuenta de la maldad de ellas, las convirtió en aves para gritar eternamente: chajá, chajá.

Se dice que si se duerme con una pluma de chajá debajo del colchón, se tendrá un oído fino y alerta.

07
Sep

Leyenda del hada del Champaquí

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Posted by: Dayana Barrionuevo - 4 Comments

El cerro Champaquí es el de mayor altura del sistema orográfico cordobés con 2890 metros. Forma parte de la cadena montañosa conocida como Sierra de Comechingones, que actúa como divisoria del sistema hidrográfico de la región. Es el punto preferido por los montañistas de la provincia, y a él se puede acceder desde el Valle de Calamuchita o desde Traslasierra.

En la edición del suplemento “Temas” del diario La Voz del Interior (31/10/1993), José Tomás Oneto cuenta la siguiente historia:

“En el punto más alto del Champaquí, en una zona que ofrece una pequeña llanura, existe una hoya, de no mucha profundidad, que con el tiempo fue adquiriendo forma de laguna. Todo por un proceso de corrosión a través de siglos, por numerosos arroyos que volcaron sus cursos en esa hoya.

Sobre el espejo de agua que entrega la laguna, es que se ha tejido la leyenda del hada de la laguna. Al caer la tarde, tiene lugar lo que los lugareños han considerado como milagro. Ocurre que el vapor de agua que se levanta, llega a conformar algo parecido a una túnica sutil, de tonalidad blanquecina. Aparición etérea que, a medida que se proyecta hacia el firmamento, se va desvaneciendo no sin antes haber tomado diversas formas, entre ellas una que es la que ha calado hondo en los serranos más antiguos de Calamuchita. Es la del “hada del Champaquí”, definida su forma por la leyenda, toda vez que entre las distintas figuras que entrega ese halo vaporoso sobre las aguas, la de esta hada se distingue por su larga cabellera cayendo sobre la túnica blanca. Esa fantástica aparición transita con paso leve sobre las aguas hasta llegar a la orilla y allí sentarse sobre un banco de piedra que -han dicho los remotos lugareños- una mano providencial ha colocado para su descanso.

14
Mar

Leyenda del cerro de Villa del Dique

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Posted by: Dayana Barrionuevo - 5 Comments

Cuenta la leyenda que hace muchos años en un hermoso valle llamado Ctalamochita; existía una tribu de indios que enamorados del paisaje, decidieron dejar de ser nómades, para instalarse definitivamente en aquellas tierras fértiles cubiertas por el encanto de la naturaleza.

Entre el grupo de  adolescentes se encontraba un indiecito al que llamaban Nazarí; era alto, robusto, de tez morena, sus ojos grandes enmarcaban una visual penetrante, avasalladora, era un gran observador. No existía ave sobre el cielo que no pudiera divisar ni animal en la tierra sin dejar de rastrear, aún las tormentas más fuertes aprendió a detectar anunciando a su tribu la cercana tempestad.

Una noche, cuando Nazarí se encontraba apostado en su guardia vigilando sigilosamente a los pumas hambrientos que noche tras noche intentaban devorar a su gente, sintió a lo lejos una voz suave que lo llamaba por su nombre… Nazarí , Nazarí, ven a mí soy tu sueño y he venido a acunarte; Nazarí asombrado, sacudió su cuerpo y abriendo grande sus pupilas trató de no pensar en esa hermosa voz que por momentos lo apartaba de la realidad; en pocos minutos nuevamente la voz se apodero de el… Nazarí, Nazarí, ven a mi soy tu sueño y he venido a acunarte; su cuerpo relajado por completo se dejó arrastrar hacia los brazos cálidos del sueño, donde ya sin ser dueño de si mismo penetró en la inconciencia mágica de la nada.

Amanecía en el valle, los primeros rayos de sol abrazaron el cuerpo cálido del indiecito Nazarí; sus parpados fueron abriéndose lentamente, el horror y la desolación se encontraban frente a él, los pumas habían logrado su propósito; cuerpos mutilados yacían por todas partes, el paisaje ya no era el mismo y el aroma a flores silvestres se había convertido en un olor nauseabundo amigo de la muerte.

Nazarí sintió que el corazón era arrancado de su cuerpo y se sumergió en un profundo llanto que lo invadió de angustia y tristeza.

En ese preciso momento la tierra comenzó a temblar, desprendiéndose de la misma un sonido aterrador, el fuego brotaba por cada uno de sus poros y de su garganta enrojecida emanaba un líquido ardiente, destructivo; un humo negro se alzó por los aires abrazando y tragando hacia la inmensa profundidad al indiecito Nazarí.

Las nubes de fuego mezclado con cenizas fueron apartándose lentamente dando lugar a la luz del sol a participar como testigo clave de la ausencia de Nazarí, ya que en su lugar se encontraba erguido y desafiante un inmenso cerro al que hoy llamamos, el ¡Cerro de Villa del Dique!

Aún por las noches, cuando los habitantes del pueblo se sumergen en un sueño profundo, él no duerme, es el gran protector de la villa, miles de batallas climáticas lleva ganadas, cicatrices profundas entallan su cuerpo; la brisa del sueño lo sigue llamando,…Nazarí, Nazarí ven a mí que he venido a acunarte, pero sus pupilas no se cierran ni lo harán jamás, porque es el gran observador, el gigante de Villa del Dique…

Autora: Silvia Lajas

12
Jan

Leyenda del algarrobo – Versión II

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Posted by: Dayana Barrionuevo - 1 Comment

Leyenda del Algarrobo

Esto sucedió hace mucho tiempo, en la época en que los españoles comenzaron la conquista de estas tierras en América.
Un día, los indios comechingones, muy asustados, vieron que unos hombres de piel blanca, cargados de armas, avanzaban sobre ellos. Venciendo su temor, los hombres del cacique comechingón Ipachi Naguan lucharon contra los hombres blancos.
La lucha fue larga, y el hambre y el cansancio fueron debilitando a los comechingones. Ipachi Naguan, entonces, decidió guiar a su pueblo hacia un bosque de algarrobos y allí pidió a los dioses que protegieran a sus mujeres y niños.
En un momento, todo pareció perdido, pero entonces sucedió lo inesperado.
Las ramas de los algarrobos comenzaron a sacudirse y desde las alturas cayó una lluvia de frutos que se abrieron y dejaron ver sus semillas.
Esas algarrobas fueron el mejor alimento para los indígenas, que comieron hasta hartarse.
Después se sintieron con más fuerzas, volvieron a la batalla y vencieron a los españoles.
El fruto de los algarrobos había salvado a los habitantes de esta tierra.
(Anónimo)

La algarroba (Leyenda Quichua)

Era en tiempos de los Incas.
Los quichuas adoraban con las principales honras a Viracocha, señor supremo del reino. También adoraban a Inti, a las estrellas, al trueno y a la tierra.
Conocían a esta última con el nombre de Pachamama, que es como decir “Madre Tierra” y a ella acudían para pedir abundantes cosechas, la feliz realización de una empresa, caza numerosa, protección para las enfermedades, para el granizo, para el viento helado, la niebla y para todo lo que podía ser causa de desgracia o sinsabor.
Levantaban en su honor altares o monumentos a lo largo de los caminos.
Los llamaban apachetas y consistían en una cantidad de piedras amontonadas unas encima de las otras, formando un pequeño montículo.
Allí se detenía el indio a orar, a encomendarse a la Pachamama, cuando pasaba por el camino al alejarse del lugar por tiempo indeterminado o simplemente cuando se dirigía al valle llevando sus animales a pastar.
Para ponerse bajo la protección de la Pachamama, depositaba en la apacheta, coca, llicta, o cualquier alimento que tuviera en gran estima, seguro de conseguir el pedido hecho a la divinidad.
Respetuoso de la tradición y de las costumbres, el pueblo quichua jamás había olvidado sus obligaciones hacia los dioses que regían sus vidas.
Pero llegó un tiempo de gran abundancia en que los campos sembrados de maíz eran vergeles maravillosos que daban copiosa cosecha, la tierra se prodigaba con exuberancia y la ociosidad fue apoderándose de ese pueblo laborioso que, olvidando sus obligaciones, abandonó poco a poco el trabajo para dedicarse a la holganza, al vicio y a la orgía.
Se desperdiciaba el alimento que tan poco costaba conseguir, y con las espigas de maíz, que las plantas entregaban sin tasa, fabricaban chicha con la que llenaban vasijas en cantidades nunca vistas.
Fue una época sin precedentes.
El vicio dominaba a hombres y mujeres. Ellos, en su inconsciencia, sólo pensaban en entregarse a los placeres bebiendo de continuo y con exceso, comiendo en la misma forma y danzando durante todo el tiempo que no dedicaban al sueño o al descanso.
Los depósitos repletos proveían del alimento necesario y nadie pensó que esa fuente, que les proporcionaba granos y frutos en abundancia, se agotaría alguna vez.
El desenfreno continuaba y nada había que llamara a ese pueblo a la reflexión y a la vida ordenada y normal.
Llegó la época en que se hacía imprescindible sembrar si se pretendía cosechar, pero nadie pensaba en ello.
Inti, entonces, al comprobar que el pueblo desagradecido olvidaba los favores brindados por la Pachamama, queriendo darles su merecido, resolvió castigarlos.
Con el calor de sus rayos, que envió a la tierra como dardos de fuego, secó los ríos y lagunas, los lagos y vertientes y, como consecuencia, la tierra se endureció, las plantas perdieron sus hojas verdes y sus flores, los tallos se doblaron y los troncos y las ramas de los árboles, resecos y polvorientos, parecían brazos retorcidos y sin vida.
En los géneros aún quedaban alimentos, y en los cántaros, chicha. ¿Qué importancia tenía, entonces, para esas gentes, que las plantas se secaran y que el río hubiera dejado de correr, y seco y sin vida, mostrara las paredes pedregosas de su lecho?
Mientras durara la chicha no podría desaparecer la felicidad ni la alegría.
Pero un día llegó en que, con asombro, comprobaron que los graneros no eran inagotables y que, para servirse de sus granos y de sus frutos, era necesario depositarlos primero. El alimento comenzó a escasear, y con ello las penurias, la miseria y el hambre hicieron su aparición.
Recapacitaron entonces los quichuas, decidiendo volver a trabajar los campos y a sembrarlos.
Pero el castigo de Inti no había terminado y la tierra, cada vez más reseca y dura, no se dejaba clavar los útiles con que pretendían labrarla, y así era imposible poner la semilla. La desolación y la miseria fueron soberanas de ese pueblo que, en un instante, olvidó las leyes de sus dioses y sus obligaciones con la vida.
Los animales, flacos, sin fuerzas, morían en cantidad y parecía mentira que esos campos, que al presente se asemejaban al más desolado de los páramos, hubieran podido ser, alguna vez, praderas alegres cubiertas de hierbas y de árboles o de extensas plantaciones de maíz, en las que los frutos se ofrecían generosos.
Los niños, pobres víctimas inocentes de los pecados y de la disipación de los mayores, débiles, flacos, con los rostros macilentos, los ojos grandes y desorbitados, verdaderos exponentes de miseria y de dolor, sólo abrían sus bocas resecas para pedir algo que comer. Los más débiles morían sin que nadie pudiera hacer algo por ellos.
El sol caía a plomo. De una de las casas de piedra que se hallaban en los alrededores de la población, una mujer salió, corriendo desesperada.
Era Urpila que, enloquecida porque sus hijos morían de hambre y de sed , arrepentida de las faltas cometidas en los últimos tiempos, demostrando a todos su vergüenza, su pecado y su olvido de Inti y de la Pachamama, corría a la primera apacheta del camino a pedir protección a la Madre Tierra y a depositar su ofrenda de coca y de llicta, últimas porciones que había podido conseguir.
Llegó a la apacheta y, casi sin fuerzas, comenzó a implorar:
Pachamama,
Madre Tierra,
Kusiya… Kusiya…
Lloró y se desesperó ante el altar de la diosa, prometiendo enmienda y sacrificios.
Extenuada, sin fuerzas para continuar, se sentó en el suelo, apoyando su cuerpo cansado en el tronco de un árbol que crecía a pocos pasos y cuyas ramas secas parecían retorcerse en el espacio.
Tan grande era su fatiga, tanta su debilidad, que, vencida, bajó la cabeza y no tardó en quedarse profundamente dormida.
Tuvo sueños felices. La Pachamama, valorando su arrepentimiento, llenó su alma de visiones de esperanza y acercándose a ella, con toda la grandeza que como diosa le concernía, le habló generosa:
No te desesperes, mujer. El castigo ha dado sus frutos y el pueblo, arrepentido como tú misma de su ocio y desenfreno, retornará a su existencia anterior, que es la justa, la verdadera. La vida renacerá sobre la tierra que volverá a brindar sus frutos y su belleza.
Cuando despiertes, y antes de irte, abre tus brazos y recibe las vainas que ha de regalarte este “Arbol”, desde hoy sabrás. Que las coman tus hijos y los hijos de otras madres, que con ellas calmarán su hambre y apagarán su sed. Tu humildad y tu arrepentimiento han hecho posible este milagro que Inti realiza para ti.
Cuando Urpila despertó, creyó morir, tal era su decepción. El aspecto de la tierra en nada había variado y la visión había desaparecido.
Se convenció de que su sueño había sido sólo eso: un sueño. Pero, recapacitando, volvieron a su mente las palabras de la Pachamama y recordó al “Arbol”.
Levantó entonces sus ojos hacia las ramas que parecían secas, y tal como la diosa lo anunciara, las vainas doradas se ofrecían a su desesperación como una esperanza de vida.
Cambió en un instante su estado de ánimo dándole fuerzas extraordinarias. Se levantó ansiosa y cortó… cortó los frutos generosos hasta que entre sus brazos no cupieron más.
Entonces corrió al pueblo, hizo conocer la nueva y todos se lanzaron a buscar las milagrosas vainas color castaño, mientras ella repartía entre sus hijos el tesoro que encerraban sus brazos de madre y que le había concedido la Pachamama.
El pueblo volvió a la vida y veneró desde entonces al “Arbol Sagrado” que fue su salvación y que ha partir de ese día les brinda pan y bebida que ellos reciben como un don.
Ese árbol venerado es el algarrobo, que tiene la virtud, además de las nombradas, de ser, en tiempos grandes sequías, el único alimento de los animales.
(Anónimo)
Recopilada por Leonor Lorda Perellón

15
Dec

Leyenda del Clavel del Aire

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Posted by: Dayana Barrionuevo - 2 Comments

El clavel del aire es una delicada planta que se crece en las grietas de los peñascos o sobre el tronco de añosos árboles, especialmente algarrobos.

En el noroeste argentino se cuenta que hace mucho tiempo, en la época de la conquista, un oficial español se enamoró de una hermosa indiecita de nombre Shullca. La vio por primera vez durante una expedición, mientras ella caminaba por las sierras, y ya no pudo olvidar la belleza de sus rasgos y la dulzura de su voz. Apenas llegó al pueblo averiguó quién era la joven, y desde ese momento se propuso obtener su atención. Pero a pesar de los insistentes galanteos, Shullca nunca correspondió su apasionado amor.

El militar juró entonces vengarse de aquella mujer que despreciaba su cariño, y una tarde en que la halló sola en las sierras, comenzó a perseguirla. La niña, en su desesperación, trepó a la rama más alta de un coposo algarrobo. El viento era fuerte, y mientras más subía Shullca, más se balanceaban las ramas amenazando con derribarla. El joven oficial trepó tras ella y con dulces palabras le pidió que bajara, prometiéndole respetarla si así lo hacía. Pero la niña se negó, y el enfurecido soldado blandió su puñal en señal de amenaza. La aterrorizada indiecita no atinaba a moverse en su precario refugio, y el despechado joven arrojó el puñal que fue a clavarse en el pecho de Shullca.

El cuerpo de la bella jovencita cayó al vacío y tras él, el del oficial hispano. Una gota de sangre alcanzó, empero, a humedecer el tronco del árbol. Y allí nació el clavel del aire, que Con su fragilidad y delicadeza recuerda por siempre la inocencia de Shullca.

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